Pueblo pequeño, infierno grande. Grace Metalious no sólo desgració la vida de sus vecinos con la publicación, en 1956, de Peyton Place, fenómeno editorial que borró la distinción entre alta y baja cultura cuando confundir ambas cosas aún no estaba de moda. En opinión de muchos, sin este libro no habrÃan existido Melrose Place y Twin Peaks. Algunos paladines de la utilidad incluso estiman que Peyton Place dio empuje al movimiento feminista estadounidense y ocasión de revisar la hipocresÃa moral de la época. Pero gracias a este incordio de libro, Metalious también se ganó la muerte social y, según el parecer de sus biógrafos, la cirrosis que acabarÃa con ella a los treinta y nueve años. La autora habÃa buscado la fama, y la parábola acaba con sus últimas palabras: «Ten cuidado con lo que deseas, porque podrÃas conseguirlo».
Los lectores no parecÃan dispuestos a leer en una novela aquello que ponÃan en práctica, permitÃan o sufrÃan en su vida cotidiana, desde el natural despertar de la sexualidad hasta el odio racial y de clase, el incesto, el aborto o la corrupción del poder religioso. Claro que esos mismos lectores habÃan estado esperando Peyton Place sin saberlo. La leyeron millones, algunos incluso a escondidas, mientras muchos paÃses la prohibÃan y algún bibliotecario colgaba incluso un cartel en el que se leÃa: «No tenemos ningún ejemplar de Peyton Place. Si queréis este libro id a Salem».
La vida, con perdón, rivaliza aquà con la literatura. El lector honrado, en cualquier caso, deberá admitir que, una vez abierto este libro, no hay manera de cerrarlo. Tal vez porque hay en él menos ficción que realidad. Indecente, quizás. Y fascinante, pues estas cosas suelen ir de la mano. Metalious lo sabÃa y, aunque un poco tarde, la historia se ha ocupado de colocarla más allá de la provocación, en el lugar que merece como narradora.